miércoles, 2 de diciembre de 2015

La Regenta, obra censurada por el Franquismo

Os dejo este interesante artículo sobre la censura que sufrió la obra de Clarín

La Regenta frente a la censura franquista

Por Carmen Servén Díez
http://cvc.cervantes.es/literatura/clarin_espejo/serven.html

En la actualidad, se suele admitir que La Regenta es la mejor novela española del siglo xix. Tal opinión viene avalada por las declaraciones de indiscutidos novelistas y críticos, como Mario Vargas Llosa y Gonzalo Sobejano,1respectivamente. Además reconocemos en este relato un «significado moral hondamente cristiano»;2 la obra vendría a ilustrar «la infinita aspiración amorosa del alma en diaria lucha con un mundo corrompido que mezcla, trastoca y envilece el apetito de la carne y la ansiedad de Dios».3 Sin embargo, todos esos valores éticos y estéticos que hoy se reconocen comúnmente a La Regenta no impidieron el veto a su difusión en la primera etapa franquista: fue repetidamente prohibida por la censura durante la dictadura del general Franco.
Como es sabido,4 a partir de la insurrección armada de 1936 comenzó a funcionar, en las zonas dominadas por los sublevados, un sistema de control de los medios de comunicación, sistema que cristalizó en una serie de disposiciones legales en torno a la censura de impresos de toda índole y espectáculos. A partir de 1938, año de la primera Ley de Prensa, la censura de libros fue encomendada sucesivamente a distintos organismos: entre 1939 y 1941, estuvo a cargo del Ministerio del Interior; entre 1942 y 1945 dependió de la Vicesecretaría de Educación Popular de la Falange; desde 1946 a 1951 fue responsabilidad del Ministerio de Educación; y desde 1951 permaneció bajo el mando del Ministerio de Información Turismo (Oficina Central de Propaganda), pero parcialmente tutelada también por el Ministerio de Educación. En 1966 se promulgó una nueva Ley de Prensa que derogó todas las disposiciones anteriores; de acuerdo con ella, el rigor de la censura se siguió aplicando sin desmayo, pero la situación cultural en el tardo-franquismo era ya diferente: desde fines de los años cincuenta se produce una paulatina «recuperación de la cultura liberal»;5 además, los esfuerzos de los estudiosos convertían ya en irrisorio el veto a nuestros grandes novelistas del real-naturalismo, por muy liberales que fuesen.
En lo que respecta al control de los libros, el sistema de censura se desarrollaba según un procedimiento invariable hasta 1966: tras remitir la instancia correspondiente, el editor o importador entregaba un ejemplar de la obra propuesta —sea una edición anterior, sean las galeradas de los futuros libros—. Es ejemplar se adjudicaba a un lector-censor, que debía revisarla y redactar un informe. Dicho informe debía responder a una serie de cuestiones, entre las que se incluían un juicio estético sobre la obra, sobre su valor documental y matiz político, sobre su posición en cuestiones de dogma y moral, sobre su actitud hacia el régimen y sus colaboradores, sobre su respeto a la Iglesia y sus ministros, y otros extremos que el lector considerara de interés. Además el lector podía efectuar tachaduras, es decir propuestas de supresión de ciertos pasajes de la obra. Finalmente se emitía una tarjeta, que se enviaba al editor, en la que se consignaba una de las tres siguientes opciones: se concedía la autorización, se otorgaba una autorización condicionada a la supresión o modificación de ciertos pasajes, o se negaba la autorización. La Administración archivaba un expediente completo en que figuraban la instancia inicial, el informe del lector, el ejemplar de la obra sometido a juicio, y la decisión final de la censura.
Esos expedientes de censura están hoy depositados en Alcalá de Henares, en el Archivo General de la Administración, y constituyen un fiel recordatorio de las actitudes culturales, morales, políticas y sociales que el régimen franquista sostuvo y propició. Sin embargo, es de destacar que se han perdido o deteriorado algunos expedientes y que muchos de ellos aparecen despojados, para ahorrar espacio en los estantes, de los libros de que fueron propuestos a juicio. Esos libros pasaron primero a la Biblioteca del Ministerio de Información y Turismo, y fueron luego enviados a otras bibliotecas. He podido encontrar algunos de ellos —sirviéndome de las orientaciones facilitadas por veteranos funcionarios del actual Ministerio de Cultura— en la Biblioteca Regional de Madrid.6 Constituyen allí un depósito aparte y llevan sellos del Ministerio de Información y Turismo, de la Delegación Nacional de Propaganda o de la Vicesecretaría de Educación Popular.
A juzgar por los expedientes conservados, es evidente la reticencia de la censura franquista frente a La Regenta: Leopoldo Alas, como otros autores liberales del siglo xix,7 fue repetidamente vetado por aquellos que se encargaban de preservar los principios del nacional-catolicismo y del régimen político en impresos y libros. Su discurso se consideró peligroso e inconveniente bajo la dictadura.
La Regenta fue objeto de varios expedientes, y es interesante constatar que siempre se consideró altamente peligrosa, incluso cuando se accedió a su publicación. Hasta 1946 ningún editor se decidió a solicitar permiso para esta novela; en ese año, Miguel Ruiz Castillo pretendió incluirla en una próxima edición de lujo de las Obras Selectas de Alas en su Biblioteca Nueva. Se emitió entonces un informe alarmante sobre La Regenta: aunque se estimó que «no ataca el dogma directamente», fue objeto de las observaciones siguientes:
En esta obra Clarín parece que tiene una cuestión personal con el clero. Las Dignidades eclesiásticas lo ponen fuera de sí. La obra, meritoria en diversos aspectos, es, en general, peligrosa para personas que no estén suficientemente formadas en el orden moral y religioso [...] en ocasiones roza la herejía.
Además se indicaron como inconvenientes numerosos pasajes.8
Con todo, se consintió su publicación sin tachaduras dentro del conjunto, sin duda por considerar que esta edición de lujo no estaba al alcance de todos los bolsillos, y que sólo una minoría de posibles llegaría a hacerse con ella.9Es ésta una consideración que también opera en lo que respecta a otros novelistas decimonónicos.10
Peor suerte corrieron peticiones posteriores acerca de La Regenta. En 1947 se suspende la importación de ejemplares de Emecé Editores S.A., de Buenos Aires, solicitada por EDHASA; no se guarda en el expediente informe alguno, pero consta que la obra, en dos tomos, ha sido depositada en la Biblioteca.
En 1956, Alfredo Herrero Romero solicita permiso para editar dos mil ejemplares de La Regenta. Se le deniega a la vista del expediente anterior y de un nuevo informe. En esta ocasión, el lector afirma que la obra no ataca al dogma pero sí a la moral, a la Iglesia y a sus ministros, y explica:
No se señalan párrafos ni páginas por no hacer interminable su lista ya que es el espíritu de la obra y a la letra, toda absolutamente censurable.
Además se refiere a la «inveterada fobia anticlerical» del autor, pero admite que Alas tiene una «pluma magistral» y que La Regenta es una «joya de la literatura».
La prohibición se mantuvo hasta 1962, en que se abrió un nuevo expediente a instancias de Editorial Planeta. Esta vez el informe aparece firmado por Manuel de la Pinta Llorente, lector al que se le debe la recomendación de consentir la edición de otras obras decimonónicas de azarosa suerte frente a la censura.11 El lector explica:
Es novela naturalista que refleja la vida en Oviedo, y que representa la adquisición del arte de detalle, en el cuadro de provincia española, cuyos caracteres —canónigos, aristócratas, empleados— se analizan detenidamente, y sobre los cuales se alza la sonrisa irónica, inteligente, de autor. Ciertamente, la novela responde en muchas de sus páginas al inveterado y soez anticlericalismo español de entonces y de «ahora», pero ha de entenderse que se trata de una novela de un intelectual con público bastante restringido, y consideramos una grave equivocación, pese a censuras anteriores negativas, prohibir esta obra, novela capital en nuestra letras contemporáneas.
Así, la obra viene a ser consentida gracias exclusivamente a sus extraordinarios méritos artísticos, pese a que se comenta su supuesta adhesión a un anticlericalismo soez.
En adelante, este expediente abrió camino a sucesivas ediciones de La Regenta: la solicitada por ediciones A.H.R. para una tirada de lujo en octubre de 1963, y la de Alianza Editorial para sacar diez mil ejemplares de bolsillo en 1966.
He tenido la fortuna de hallar, en la Biblioteca Regional de Madrid, el ejemplar que fue sometido a la censura cuando se solicitó la importación de la obra en 1947. Se trata de dos tomos, editados por Emecé en Buenos Aires (1946), ambos con sello de la Subsecretaría de Educación Popular. En sus páginas se ha señalado numerosos pasajes con el grueso lápiz rojo que era instrumento habitual de los censores.
A la hora de estudiar la recepción de La Regenta en los más oscuros años del franquismo, es interesante anotar los pasajes que los censores consideraron inaceptables. De acuerdo con mi revisión de este ejemplar, el único sometido al censor-lector que he hallado, los pasajes considerados nocivos giran en torno a tres cuestiones: crítica a los ministros de la Iglesia en general; actitudes, intereses e impulsos inapropiados atribuidos al Magistral en particular; alusiones a la sensualidad, la lujuria o la actividad sexual de los personajes.12
Como ya ha señalado María Victoria Sotomayor,13 los censores evitaban la menor actitud crítica frente a los ministros de la Iglesia, tanto que llegaban a forzar la desaparición o sustitución de algún personaje en su afán de lograr la rehabilitación completa de todas las figuras eclesiásticas; en todo caso, el poner en evidencia las imperfecciones de un sacerdote, se consideraba irreverente e inadmisible. De hecho, en el ejemplar censurado de La Regentase hallan varios pasajes relativos a los ministros de la Iglesia vistos colectivamente y considerados inconvenientes. Así, se señalan unas líneas en que los clérigos de la catedral participan con aburrimiento en los ritos religiosos:
El coro había terminado: los venerables canónigos dejaban cumplido por aquel día su deber de alabar al señor entre bostezo y bostezo. Uno tras otro iban entrando en la sacristía con el aire aburrido de todo funcionario que desempeña cargos oficiales mecánicamente, siempre del mismo modo, sin creer en la utilidad del esfuerzo con que gana el pan de cada día (cap. II, p. 69).
Igualmente se señala el fragmento en que se alude a la lascivia de los clérigos tanto en boca del arcipreste como en el discurso del narrador, que dice de lo explicado previamente por el sacerdote:
con lo cual daba a entender, y era verdad, que él tenía los verdores en la lengua, y otros, no menos canónigos que él, en otra parte (cap. II, p. 73).
Cuando los ataques al clero vienen expresados, no en boca del narrador, sino en boca de un personaje recalcitrante que queda caracterizado a través de los mismos, tampoco son admisibles. Así, se señala también la intervención de Foja cuando asegura que «los curas son los zánganos de la colmena social» (cap. XI, p. 308),14 o la convicción del cínico Mesía, quien supone que
nadie podía resistir los impulsos naturales, que los clérigos eran hipócritas necesariamente y que la lujuria mal refrenada se les escapaba a borbotones por donde podía y cuando podía (cap. XIV, p. 402).
Del mismo modo queda subrayado también el extravío de Guimarán en su agonía, cuando se niega a recibir los Santos Sacramentos, insulta al Magistral y explica:
La Iglesia me ha arruinado... no quiero nada con la Iglesia... Creo en Dios..., creo en Jesucristo (cap. XXII, p. 241).
Ya puestos a censurar, no sólo se preserva la buena imagen de los sacerdotes, sino también de lo aspirantes a tales, de los seminaristas. Por lo que vienen subrayadas unas palabras del narrador sobre ellos cuando acompañan a la procesión:
No parecían seres vivos aquellos seminaristas cubiertos de blanco y negro, pálidos unos, con cercos morados en los ojos, otros morenos, casi negros, de pelo en matorral, casi todos cejijuntos, preocupados con la idea fija del aburrimiento, máquinas de hacer religión, reclutas de un leva forzosa del hambre y de la holgazanería (cap. XXVI, p. 348).
La lascivia en que caen algunas figuras secundarias del estamento religioso, viene ineludiblemente señalada por el censor: así la mención al cura de Contracayes, que «tenía la debilidad de convertir el confesionario en escuela de seducción» (cap. XII, p. 370), o el episodio en que Paula se impuso al curita de su aldea, habitualmente inocente y casto, pero que tuvo un súbito y fugaz ataque de lujuria salvaje (cap. XV, p. 482); o el beso final y repugnante de Celedonio, que de pronto siente un deseo perverso y miserable (cap. XXX).
Incluso la referencia al efecto que las cualidades físicas del sacerdote provocan en los feligreses parece considerarse impropia, puesto que se señala también el pasaje en que una doncella de servicio se apresta «a saborear» los pormenores de la penitencia cuando el confesionario está, y ello viene subrayado por e censor, «lleno todavía del calor y el olor de don Custodio» (el sacerdote) (cap. I, p. 52).
En cuanto a la figura de Fermín de Pas, personaje conflictivo que forma parte del nudo central en la novela, los pasajes señalados son, como era de esperar, numerosísimos. La tragedia de este sacerdote, que reúne una vigorosa constitución física y hondas ansias de poder; que se ha hecho fuerte al arrimo de la Iglesia pero ha seguido una trayectoria personal ajena al espíritu evangélico; que tiene en sus manos a la ciudad entera, pero acaba por cometer las mayores insensateces en aras de un amor erótico no correspondido, ocupa una parte muy dilatada de la novela. De la voracidad económica y los pujos sexuales de este hombre, que viste la sotana como uniforme y distintivo, pero es ante todo un varón depredador, se trata largamente en la obra, sea por boca del narrador o de alguno de los personajes.
La voracidad económica del Magistral parece inadmisible, aun cuando venga comentada por el liberalote y usurero Foja:
El Magistral es el azote de la provincia; tiene embobado al obispo, metido en un puño al clero; se ha hecho millonario en cinco o seis años que lleva de Provisor. (cap. VII, p. 203).
Del mismo modo se rechazan las palabras de Barinaga: «el Provisor desnuda a todos los santos para vestirse él» (cap. XI, p. 308). Su distracción en las tareas pastorales es también considerada improcedente: se subraya el pasaje en que intenta inútilmente concentrarse en su sermón (cap. XI, p. 309).
Mucho más numerosos, y desde luego señalados por el censor, son aquellos pasajes en que la pujante sexualidad de don Fermín se proyecta sobre escenas equívocas en que las figuras femeninas exhiben, conscientemente o no, sus encantos físicos: así el pasaje en que de Pas ve asomar pantorrillas y enagua de Teresina durante la faena doméstica (cap. XI, pp. 319-20); o la escena de la catequesis del Magistral, cuyas educandas se hallan en diversos grados de desarrollo fisiológico: la actitud del sacerdote, que como la descripción de las chicas y la intención de alguna de ellas, entromete lo carnal en la actividad espiritual, parece recusable:
El Magistral, con la boca abierta, sin sonreír, ya con las agujas de las pupilas erizadas, devoraba a miradas aquella arrogante amazona de la religión... (cap.XXI, pp. 189 y ss.).
Igualmente parece inadmisible, seguramente por el grado de confianza física que sugiere entre amo y criada, el episodio repetido todas las mañanas a la hora del chocolate en casa de doña Paula: don Fermín y Teresina comparten un bizcocho. Nada hay aquí que ofenda la buena imagen de la Iglesia y sus ministros sino los términos excesivamente plásticos y sugerentes de incentivos sensuales con que se desarrolla el asunto:
Don Fermín, risueño, mojaba un bizcocho en chocolate; Teresa acercaba el rostro al amo, separando el cuerpo de la mesa; abría la boca de labios finos y muy rojos, con gesto cómico sacaba más de lo preciso la lengua, húmeda y colorada; en ella depositaba el bizcocho don Fermín, con dientes de perlas lo partía la criada, y el señorito se comía [la otra mitad] (cap. XXI, p. 218).
Naturalmente, si son rechazados por el censor todos estos pasajes en que la sensualidad y el sexo se vinculan a la figura del sacerdote, todos aquellos en que se trata más abiertamente de los pecados de Magistral contra el celibato eclesiástico aparecen también subrayados: la alusión a su escándalo con la brigadiera (cap. XI, pp. 330-31), el momento en que se entrevista a solas con Petra en una cabaña (cap. XVII, pp. 379-82), y el fragmento en que, desde los pensamientos de Petra, se pone de manifiesto que la criada se ha entregado al Magistral y se ha visto decepcionada en su ambición de reemplazar a Teresina en casa de doña Paula (cap. XXIX, p. 434).
Además, se subrayan desde luego los pasajes en que los personajes suponen o discuten sobre el amor sacrílego del sacerdote: el momento en que Ana se da cuenta del sentimiento que abriga don Fermín (cap. XXV, p. 305) o las palabras con que don Álvaro ratifica el enamoramiento del cura: «está enamorado de usted, loco, loco...» (cap. XXVIII, p. 402). O esos instantes en que por fin el autor trae a primer plano los pensamientos del Magistral al respecto: cuando, tras la participación de Ana en la procesión el Magistral siente amor (cap. XXVI, p. 350), o cuando el sacerdote reacciona sintiéndose engañado por «su» mujer, abomina del celibato eclesiástico, quisiera matar a los culpables..., y termina con una «carcajada de Lucifer» (cap. XXIX, pp. 445-6).
Si el amor sacrílego del canónigo es inaceptable para el censor - por mucho que gran parte de la novela esté dirigida a mostrar la tragedia personal de don Fermín - los planes, actividades y sensaciones eróticas del resto de los personajes no lo son menos. Parece que el relato de cualquier incidente relacionado con lo carnal se considera inconveniente. En esto, el lector-censor parece adherirse a una secular tradición eclesiástica según la cual el erotismo da origen a casi todos los males.
De creer a Luis Alonso de Tejada,15 el régimen franquista en sus albores no sólo adoptó la moral católica, sino que además dejó a la Iglesia el control de la moral en todos sus ámbitos e interpretó la moral como moral sexual principalmente:
en la España del nacionalcatolicismo el acento de la inmoralidad recaía casi en exclusiva sobre los pecados del sexo, de manera que las múltiples formas de hurto y corrupción quedaban relegadas al olvido. La «moral» por excelencia era la moral sexual.16
De ahí que las autoridades en general —obispos, gobernadores, párrocos, alcaldes y asociaciones religiosas de todo tipo— pretendieran regular la moral sexual con todo detalle. La decencia en el vestir, la inconveniencia de los bailes, el rechazo a todo contacto entre los sexos y otros extremos, fueron objeto de numerosos textos episcopales17 y, por su parte, la censura se ocupó de que los medios de comunicación respetaran las normas establecidas al respecto.18 Como consecuencia, el lector censor de La Regenta rechaza numerosos pasajes de significado erótico; a fin de cuentas, según ha señalado el profesor Gonzalo Sobejano,19 «como ninguna otra novela de su tiempo, La Regenta ofrece un cuadro sumamente variado de lo que en terminología cristiana se llama lujuria».
Por supuesto, son rechazados todos los pasajes que aluden al adulterio (así el de don Álvaro con la ministra, cap. XXI, p. 207), aunque sea platónico (en el pensamiento de don Saturno, cap. I, p. 57). De ahí que no sólo se señale el larguísimo pasaje que relata con cuantas dificultades, más materiales que místicas, desarrollan su amor adúltero Ana y Mesía (cap. XXIX, pp. 430-433), sino también el implacable e infructuoso acoso de don Víctor por parte de la criada Petra, que aparece a medio vestir ( cap. VI, pp. 103-104 y cap. VI, p. 106), o el exabrupto de este mismo señor que, tras la exhibición de Ana en la procesión, ruega a don Álvaro:
¡búsquenle un amante, sedúzcanmela; todo antes que verla en brazos del fanatismo!... (cap. XXVI, pp. 352-3).
En general, la actividad sexual ajena al matrimonio es condenada: así la costumbre de Juanito de tomar las amantes que deja Mesía (cap. VI, p. 210); pero es evidente que las descripciones relativas a los sofocados deseos sexuales de Ana Ozores en su matrimonio se consideran también inadmisibles:20 se señala en rojo el pasaje relativo a la inútil excitación de sus sentidos tras la boda (cap. X, pp. 291-292) también ese paroxismo de deseo insatisfecho que sufre cuando, desnuda en su habitación, se azota a solas con los zorros y termina mordiendo la almohada (cap. XXIII, p. 270), o aquel en que echa los brazos al cuello de su marido para robarle un beso en los labios cuando él se inclina a besarla en la frente (cap. VI, p. 105). Está claro que el lector-censor considera improcedentes las descripciones del deseo sexual, se halle éste santificado por el matrimonio o no.
Las explicaciones sobre episodios de seducción quedan por tanto rechazadas, y más cuanto que ella se llenan «de deseos de él» (Angelina en cap. XX, p. 165) o se subraya el gozo salvaje de los participante (la seducción de Ramona por Mesía en cap. XX, pp. 166-167). En estos casos, en que los avatares de la entrevista suscitan en los personajes fuertes sensaciones vinculadas al deseo y al placer, es el relato completo del encuentro lo que queda subrayado.
Tan rigurosamente han de evitarse las descripciones de encuentros sexuales, que se señala incluso lo relativo a ese supuesto e inexistente pecado de Anita «que había cometido sin saberlo ella» cuando era niña; lo de que «ella le había rogado que se abrigara él también debajo del saco» parece excesivo al censor (cap. III).
Un grupo especial de este apartado de pasajes subrayados en torno al tema carnal, lo componen los fragmentos en que la fuerza del sexo se manifiesta en la reacción física de algún personaje, que traga saliva, se confunde, despide fuego por los ojos, o enrojece. Así, se subraya el intento de abuso que sufre Ana niña de parte del amante de su aya, que la mira con llamaradas en los ojos y le pide besos infructuosamente (cap. III, p. 100); también el pasaje en que Bermúdez acaba confundiendo a los reyes del Panteón a la vista de la ceñida falda que luce Obdulia (cap. I, p. 67); o aquel en que los señores del Casino acaban por tragar saliva al evocar a Visita y Obdulia, coloradas y con los brazos al aire, haciendo pasteles (cap. VII, p. 207); también el relativo a las explicaciones de Visita sobre los encantos de Ana, conversación que obliga a su interlocutor, don Álvaro, a tragar saliva «colorado como una amapola» (cap. VIII, pp. 242-249); y aquel en que Ana baila con Mesía y siente un desfallecimiento ardiente y desesperado:
Ana había olvidado casi la polka; Mesía la llevaba como en el aire, como en un rapto; sintió que aquel cuerpo macizo, ardiente, de curvas dulces, temblaba en sus brazos.
Ana callaba, no veía, no oía, no hacía más que sentir un placer que parecía fuego; aquel gozo intenso, irresistible, la espantaba; se dejaba llevar como cuerpo muerto, como en una catástrofe; se le figuraba que dentro de ella se había roto algo, la virtud, la fe, la vergüenza; estaba perdida, pensaba vagamente.. El presidente del Casino en tanto, acariciando con el deseo aquel tesoro de belleza material que tenía en los brazos, pensaba: «¡Es mía! ¡ese Magistral debe de ser un cobarde! Es mía... Este es el primer abrazo de que ha gozado esta pobre mujer» ¡Ay sí, era un abrazo disimulado, hipócrita, diplomático, pero un abrazo para Anita! (cap. XXIV, pp. 295-6).
Y en este mismo apartado cabe el memorable pasaje en que Ana acompaña descalza a la procesión, cuando toda la ciudad «la devoraba con los ojos» y Obdulia reacciona «lamiéndose los labios, invadida de una envidia admiradora, y sintiendo extraños dejos de una especie de lujuria bestial, disparatada, inexplicable por lo absurda» (cap. XXVI, pp. 343-344). Y por último se señala también el fragmento en que, tras la declaración amorosa de Mesía, se producen una serie de sugerentes contactos corporales que implican una lascivia subrepticia, manifestada en la Regenta con «emociones extrañas», «inquietud alarmante», «sofocaciones repentinas» y «una especie de sed de todo el cuerpo que hasta le quitaba la conciencia de cuanto no fuese aquel rincón oscuro» (cap. XXVIII, p. 408).
Otro subapartado de incitaciones carnales subrayadas por el censor lo constituyen aquellos pasajes que se refieren a un atuendo femenino provocador o al desnudo de la mujer, aunque ésta se halle a solas.
Así, se señala lo relativo a la ceñida falda de Obdulia, inadecuada para una visita a la catedral (cap. I, p 66) o el desnudo de Ana sobre la piel de tigre de su habitación (cap. II, pp. 93-94); pero además se marca el pasaje en que el Magistral, director espiritual de Ana, discute con ella un próximo vestido de baile (cap. XXIII, p. 277).
Los juegos eróticos, contactos corporales y coqueteos a que se entregan los personajes del libro componen otro conjunto de elementos relacionados con lo carnal y marcados por el lector-censor. Así, lo pasajes relativos a las diversiones en la casa de Vegallana, que incluyen risueños juegos en rincones oscuros (cap. VIII, p. 229), y las charadas en el curso de las cuales los jóvenes de ambos sexos usan una sola habitación para disfrazarse (cap. VIII, p. 233); o las explicaciones relativas al coqueteo de Obdulia con el cocinero Pedro, cuando chupan ambos la misma cuchara (cap. VIII, p. 240); o el pasaje en que Obdulia se insinúa al marquesito, su ex-amante (cap. VIII, pp. 242-49); o aquel en que Visita tontea con el mancebo de la tienda de telas (cap. IX, p. 272); el desprecio de la criada Petra a Anselmo, «otro estúpido que jamás había venido a buscarla en el secreto de la noche» (cap. X, p. 302); los avances de la rodilla de marquesito en su aproximación a su prima (cap. XIV, p. 411); Joaquinito Orgaz asediando a Obdulia (cap. XIV, p. 414); la perversión lasciva de Celedonio, que besa a la Regenta al final del libro...21 El tejido de planes eróticos que sustentan los personajes y que se manifiesta en miradas, contactos corporales y palabras o risas provocativas, viene siempre recusado; a través de los ojos del censor, se hace manifiesta la capacidad que tiene Leopoldo Alas para dotar de contenido y significado erótico los movimientos de sus personajes. Incluso la mano de Obdulia sobre el hombro de Bermúdez en la Catedral (cap. I, p. 68), forma parte de lo sospechoso y viene también marcado.
En suma: la novela entreteje una tupida red de manifestaciones del erotismo —proyectos de los personajes; reacciones de los mismos al contacto, las palabras o la mirada; incitaciones conscientes o no; sofocamientos de impulsos mal controlados...— que constituyen el apartado más nutrido de pasajes subrayados por el lector-censor.
A la postre, y a partir de las marcas rojas habidas en el texto, se puede concluir que La Regenta es vetada durante el franquismo por una doble causa: 1) la imagen que se perfila del sacerdote, demasiado vulnerable a los intereses pecuniarios y a las incitaciones de la carne; 2) la certera y frecuente expresión de atentados contra la rigurosa moral sexual que predicaban las autoridades de la Iglesia católica durante el franquismo. No es simplemente que La Regenta hable del adulterio y del sacerdote enamorado; aparte de esos dos temas mayores, la novela ofrece innumerables pasajes de significado erótico que giran en torno a miradas, comentarios de los personajes o leves contactos y movimientos corporales; todo ello compone un conjunto inadmisible a ojos del lector-censor.

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